LA CATEDRAL EN EL RECUERDO

Viví toda mi infancia en el Callejón de san José, pero iba al colegio de las Ursulinas, y para llegar a él tenía que bordear la Catedral y atravesar el pasadizo de Balaguer, donde se exponían objetos antiguos. En esos años, la Catedral formaba parte del paisaje. Para un niño, la Catedral es un espacio abrumador y misterioso. Pero, pocos años después —con 12 o 13 años— en ocasiones paseaba por ella pertrechado con una Guía de Toledo que escribió mi abuelo Juan Marina. Me acercaba a algunos turistas despistados para decirles si querían que les explicase lo que estaban viendo, y les enseñaba el libro para demostrar mi competencia familiar. A algunos les hacía gracia y me escuchaban. Nadie me acusó de competencia desleal, afortunadamente.

En el recuerdo, hay algunos lugares especialmente atractivos. En primer lugar, el claustro, donde algunos domingos esperaba a mi padre, que iba a misa de una, con la esperanza de que me invitara después a unos mejillones en un bar de las Cuatro Calles. Los frescos del claustro eran, además, muy entretenidos de ver. Y la figura enorme de san Cristóbal. Alguien me contó que en la columna cercana había una puerta por la que se ascendía a los falsos techos de la bóveda, un lugar que en mi imaginación tenía que ser inmenso y lleno de historias fantasmales. La verdad es que nunca intenté confirmar o desmentir aquella historia.

Cuando fui un poco mayor, mis intereses cambiaron. Por entonces pensaba que mi verdadera vocación era ser Cronista de la Ciudad de Toledo, cargo que en ese momento ocupa don Clemente Palencia, que era profesor mío de Literatura. Me parecía un estupendo modo de vivir, siempre entre libros y escribiendo un poco. También podía haberme tentado ser archivero de la Catedral, porque tenía de profesor de historia a don Juan Francisco Rivera Recio, pero la carrera eclesiástica no me atraía, y, además, don Clemente era poeta y de vez en cuando “mantenedor de los juegos florales”, una ceremonia en desuso, en la que había chicas muy monas. Ganaba pues, la historia laica, por goleada.

De la Catedral comenzó a interesarme un rincón un poco oscuro, con unos frescos bélicos representando la conquista de Orán, y que creo recordar que eran de Juan de Borgoña. Me refiero a la Capilla Mozárabe, que nos lleva al cardenal Cisneros, cuya muerte conmemoramos. Mandó construirla para mantener la liturgia del rito mozárabe, es decir, la celebrada antes de la invasión árabe. La decisión de Cisneros me resulta intrigante. A finales del siglo XI, un afán uniformador extendió el rito romano a toda la cristiandad occidental. ¿Qué impulsó al Cardenal a mantener ese rito antiguo? Ahora, nos parecería una decisión muy moderna porque valoramos mucho las diferencias culturales, pero Cisneros vivió en una época unificadora. Es posible que en algún momento estudie con detenimiento este personaje, que me resulta enigmático.

No quiero terminar esta nota sin recordar alguna visita a la Catedral, en compañía del cardenal don Marcelo González, que me honró con su amistad. Y otro apunte biográfico. Nunca entré en la sala del tesoro. Pero no tengo espacio para explicar los motivos.

 

– José Antonio Marina –

Pedagogo, filósofo y escritor