LA ARCHIDIÓCESIS DE TOLEDO: 1700 AÑOS DE HISTORIA

Por Miguel Ángel Dionisio Vives (Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y del Instituto Superior de Estudios Teológicos “San Ildefonso”)

La archidiócesis primada de Toledo, en la que, según uno de sus más importantes prelados, el cardenal Cisneros, se miraban todas las demás iglesias de España, es una de las más antiguas de nuestro país. Una tradición medieval, introducida en Toledo en siglo XII, tras la participación del arzobispo don Raimundo en el Concilio de Reims, atribuía su origen en el siglo I a la predicación del obispo mártir Eugenio, que comenzó a ser venerado como san Eugenio I; dicha tradición fue conocida por el prelado en su visita a la abadía real de Saint-Denis, donde se custodiaban las reliquias. Sin embargo, los datos históricos nos hablan, como primer obispo conocido, de Melancio, participante en el Concilio de Elvira, en torno al año 300. El hecho de su asistencia a una reunión conciliar de obispos mayoritariamente de la Bética, junto a otros de sedes de atestiguada antigüedad, nos habla de una comunidad cristiana de cierta entidad en la ciudad de Toledo, que debe remontarse al siglo III, hecho corroborado por la existencia de la figura de la mártir santa Leocadia, cuyos padecimientos tuvieron lugar durante la persecución de Diocleciano. Asimismo, el año 400 se celebró en la ciudad, cuya importancia en la época romana es indudable, un concilio, el I de la serie de los toledanos, para tratar el tema del priscilianismo, en el que participó, junto a otros dieciocho obispos, el prelado local, Asturio.

Tras el hundimiento del Imperio Romano de Occidente y la instalación de los visigodos en Hispania, comenzó el gran esplendor de la iglesia toledana. El rey Atanagildo decidió establecer su capitalidad en Toledo, que desde el reinado de Leovigildo trató de emular a Constantinopla. La conversión del pueblo godo al catolicismo, en el III Concilio de Toledo, conllevó la progresiva transformación de la sede toledana en la más importante del reino. En esta época florecieron las grandes figuras de los prelados toledanos, como el poeta, himnógrafo y liturgista san Eugenio II, san Ildefonso, convertido en patrón de la diócesis, o san Julián, que con sus escritos iluminaron la teología, la historia y la cultura de la época. La ciudad se vio rodeada de numerosos monasterios, como el Agaliense, y en sus basílicas se celebraron los diferentes concilios que fueron constituyendo el entramado religioso y político de la Iglesia hispano-visigoda, cuyo esplendor se manifestaba en otras figuras como san Isidoro de Sevilla o san Braulio de Zaragoza. A partir Concilio XII, del año 681, el prelado toledano es reconocido como metropolitano, participando en la elección y consagración del resto de los obispos españoles, iniciándose así la primacía toledana. Son los años de configuración de la liturgia nacional, la hispano-visigoda o mozárabe, que perdura hasta nuestros días, custodiada en la Capilla Mozárabe de la catedral.

La invasión musulmana supuso la ruptura brusca de todo este proceso de desarrollo. Trasladado el centro político de Al-Ándalus a Córdoba, la ciudad de Toledo, en constante rebeldía contra los emires, perdió importancia, aunque el prestigio de su sede eclesiástica, unida a la pervivencia de la minoría mozárabe, llevó a que en plena crisis de los mártires cordobeses, fuera elegido Eulogio, líder espiritual de los mismos, como metropolitano, aunque su martirio impidió que tomara posesión. Asimismo, durante estos primeros siglos de ocupación islámica, se desarrolló en Toledo, en torno al obispo Elipando, una nueva versión de la vieja herejía adopcionista, que fue rechazada por la Iglesia que en Oviedo se iba configurando como una “nueva Toledo”, destacando en dicha controversia la figura de Beato de Liébana. La comunidad mozárabe perduró en la ciudad durante el periodo califal y bajo los reyes taifa de Toledo, manteniendo algunas iglesias abiertas al culto, entre ellas la episcopal de Santa María del Alficén, continuando la serie de obispos, si bien sólo conservamos el nombre de algunos, como Ubaid Allah ben Qasim o Pascual, último prelado antes de la reconquista de la ciudad por Alfonso VI en el 1085. Inmediatamente se nombró un obispo, el cluniacense Bernardo de Sédirac, que introdujo el rito romano, y con el que la mezquita mayor, edificada sobre la anterior catedral visigoda, fue dedicada al culto cristiano. La ciudad, convertida en los siglos posteriores en un lugar cosmopolita, donde coincidían los fieles de las tres religiones monoteístas, con una gran diversidad de pobladores, procedentes no sólo de Castilla, sino allende los Pirineos, que se sumaban a la comunidad cristiana mozárabe, caracterizada por conservar la lengua árabe y el viejo rito hispano, y a una importante aljama judía. Esto conllevó una intensa vida cultural, potenciada no sólo por el toledano rey Alfonso X, sino también por los prelados, quienes habían sido reconocidos por el papa Urbano II como primados de las iglesias de Hispania. Con Raimundo, Rodrigo Jiménez de Rada o el primer arzobispo y cardenal mozárabe, Gonzalo Pétrez, se desarrolló lo que denominaría Escuela de Traductores de Toledo, convirtiéndose la ciudad en foco de irradiación de la cultura antigua, traída de Oriente por los musulmanes. Con Jiménez de Rada, el obispo historiador, y el rey Fernando III se pondría la primera piedra de la catedral gótica. Al mismo tiempo, prelados que eran guerreros, acompañando a los monarcas en la lucha contra el Islam, convirtieron a la archidiócesis en una de las más extensas de España, llegando, en el siglo XVI, a tener, con Cisneros, la plaza de Orán, en el norte de África.