EL GRAN UNIVERSO SIMBÓLICO DEL TEMPLO PRIMADO

Por D. Juan Díaz-Bernardo Navarro (canónigo responsable de la visita cultural de la Primada

La catedral de Toledo es un completo y sugerente universo simbólico que nos sitúa ante nuestros orígenes y nos proyecta hacia el futuro. Por eso, penetrar en su interior y descubrir los misterios que encierra nos permite vivir y gozar el presente, sintiéndonos herederos de lo que otros sembraron y, al mismo tiempo, también sembradores del fruto que otros han de recibir.

Pero hablar de los «misterios» que guarda tiene poco que ver con esas interpretaciones más o menos «mágicas» que con frecuencia presentan algunos profesionales del turismo que llamamos «cultural». Los muros de la catedral de Toledo no encierran –por mucho que así lo quieran ver algunos– «misterios» ocultos, ni guardan «secretos» inconfesables. Eso sí: el templo primado es un ámbito sagrado en el cual se desvela y se vive el Misterio. Así lo han vivido cuantos nos han precedido y así hemos de entenderlo también ahora, aunque nuestra mentalidad, en lo que se refiere a la simbología religiosa, haya perdido la capacidad de interpretar sus significados. Al decir, pues, que la catedral primada es un «universo simbólico», queremos dejar constancia de que, incluso desde el punto de vista cultural, es algo más que un rico vestigio de un pasado de poder político y esplendor religioso que contemplamos con asombro y, quizá, también con curiosidad.

Decir que la catedral de Toledo es un «universo simbólico» en el que se desvela y se vive el Misterio es afirmar que todo en ella apunta a una realidad que está más allá de lo aparente y, en el caso concreto del templo primado, a un modo de entender la vida y la historia que tiene que ver con la fe y con lo que, desde la fe, muchos han creído y celebrado, desde los orígenes remotos de la primera basílica visigoda, hasta el presente más inmediato. Para eso se edificó aquel primer templo en el que dejaron su impronta los santos pastores toledanos. Ahí tenemos la célebre inscripción en la piedra de la dedicación del templo, hoy acertadamente situada junto a la capilla de la Descensión. Y para eso comenzaron a levantarse después, pronto hará ochocientos años, las naves de la actual primada, esta maravilla del gótico que nos invita a levantar la mirada a lo alto para dejar que la luz que penetra por sus setecientas vidrieras ilumine nuestras sombras y apague nuestras oscuridades.

Para entender todo esto quizá convenga recordar el sentido simbólico de todo templo cristiano. En todas las épocas, desde la basílica paleocristiana hasta los grandes templos barrocos, el templo ha sido concebido por sus constructores como «Jerusalén celeste», espacio en el que se anticipa la presencia del Señor de la nueva creación. La razón es muy clara: la celebración cultual en el templo es ya en la tierra una entrada en la Jerusalén del cielo. Esta significación nace de la misma eucaristía, que anticipa la parusía mediante la presencia del Resucitado. Además, siendo el templo el modelo de la Jerusalén celeste es, al mismo tiempo, el punto de encuentro entre el cielo y la tierra, idea presente en las religiones contemporáneas del cristianismo al considerar que el templo corresponde siempre a un arquetipo celestial primero. Sin embargo, en la experiencia cristiana se producirá una diferencia radical respecto a ellas: el templo no se considera casa de la divinidad en cuanto tal, sino sólo en tanto que en la comunidad eucarística y por la comunidad eucarística Cristo desciende hasta los hombres. Esta diferencia es sustancial: sabido es que en la religión judía el templo es la morada de Dios y nadie, excepto el sumo sacerdote y una sola vez al año, puede penetrar en su espacio sagrado. Algo similar ocurre en los cultos paganos grecorromanos: el templo es la casa de la divinidad a la que está dedicado y a la que el pueblo rinde culto desde el exterior.

El universo simbólico del templo cristiano es radicalmente distinto y tiene también su expresión significativa en que es símbolo de un edificio espiritual e invisible, formado por todos los creyentes de todos los lugares, las «piedras vivas» que constituyen la Iglesia de Cristo. Sin necesidad de entrar en otras consideraciones, digamos, por ejemplo, que la propia orientación del edificio tiene un carácter simbólico heredado en cierta forma de las culturas contemporáneas, pero reinterpretado desde Cristo: como en las culturas antiguas, los templos cristianos son orientadas al este porque Cristo es la luz verdadera, el Sol salutis y el Sol iuistitiae, por eso todo deberá estar orientado hacia Él.

En este sentido, cualquier acercamiento a la catedral de Toledo, ya sea turístico, artístico, sociorreligioso, e incluso político, que no tenga en cuenta esta realidad no deja de ser incompleto. Ciertamente, es muy importante reconocer la importancia que el templo primado ha tenido para la ciudad de Toledo, en todos los aspectos, y gracias a los esfuerzos tanto de los grandes arzobispos y mecenas como del cabildo, según las circunstancias de cada época. En último término, todos actuaron con una finalidad puramente cultual y evangelizadora para hacer del templo la «Dives toletana», no precisamente como fuente de poder y de riqueza, sino, ante todo, como grandiosa expresión de la gloria de la Jerusalén celeste. En la catedral primada todo está concebido como expresión y servicio al culto divino. La propia vida litúrgica y los esfuerzos del Cardenal Cisneros y, más tarde, de Lorenzana, por la pervivencia y protección del venerable rito hispano-mozárabe, por ejemplo, obedecen sin duda alguna a esta motivación, del mismo modo que las creaciones musicales de los maestros de capilla, la confección de los tejidos y de las vestiduras litúrgicas y la riqueza de los vasos y objetos sagrados… Así, contemplar «El Expolio», por ejemplo, no es ver una obra de arte magnífica que se encargó para «decorar» la sacristía, sino entender que, del mismo modo que Cristo fue despojado de sus vestiduras, el sacerdote que se dispone a celebrar la eucaristía, aunque se revista de ricos ornamentos, ha de despojarse de sí mismo y de toda vanidad ante la humillación de Dios, que se hace carne y sangre en el pan y el vino eucarísticos.

La visita turística o cultural no puede, por tanto, dejar de considerar estos aspectos, incluso cuando los visitantes sean personas alejadas o ajenas a la experiencia de la fe cristiana. Bajo esta mirada es evidente que considerar la catedral toledana entendiéndola solo desde la perspectiva de su rico patrimonio histórico-artístico, como destino turístico o cultural, no deja de ser una visión incompleta y reductiva de su historia y de su significado.